Imperio de Oriente, imperio de Occidente

Dos años después, sobrevolamos la cordillera que nos separa del resto del continente... del impresionante páramo natural del planeta rojo nueve meses atrás, viajamos a la majestuosa ruina monumental de la Tierra... veremos Roma, Éfeso, Pérgamo, Troya... tantas ciudades leídas en libros clásicos, en textos filosóficos, en documentos históricos...

Palabras de hace más de mil quinientos años se erigen colosales ante nuestros ojos...

marzo, la ansiedad, las lágrimas, la comisaría del aeropuerto, el pasaporte olvidado, las mascarillas, el vuelo, el control de seguridad, el certificado de vacunación, el tren, la fea estación de Termini, el cielo gris, el cansancio, la discusión, el taxi, el hotel barato sin personal en el barrio de Trastevere, el ascensor claustrofóbico, el código de seguridad que no abre, el contacto que no contesta...

el eufónico clic de la puerta, la habitación surtida de amenities, las sábanas blancas, la cuadrícula de pizza siciliana, el puente Garibaldi, la isla Tiberina, el paseo por la orilla del río, los elegantes pinos, la pareja de patos, los actores y cámaras rodando una película, los puentes de Cestio y Fabricio construidos en el 62 a.C., el gueto judío, el Pórtico de Octavia, las callejuelas...

el Panteón... suspendo mi mirada igual que el examen de Historia del Arte de selectividad hace veinte años... una mala broma, un cliché bruto: confundirlo con el Partenón... Quitarse el sombrero al entrar, literal y figuradamente... la inefable sensación de enormidad, la línea ascendente desde mis ojos hasta la cúspide de la cúpula con cinco filas de veintiocho casetones decrecientes e imperfectos que marea...

me siento aturdido... ¿qué estoy viendo?...

septiembre, un sol de justicia, mis pupilas descienden por las gradas del teatro clásico más inclinado del mundo, a escasos metros de la segunda mayor biblioteca del mundo antiguo, cuna del pergamino... una capacidad de diez mil espectadores, 78 filas de asientos, una acústica perfecta... un paisaje mediterráneo tan árido como luminoso se extiende a nuestros pies...

han pasado ocho días desde que aterrizamos en Turquía tras un viaje más agotador de lo previsto... la larga espera por el taxi, la llegada nocturna al hotel de la capital, el suntuoso diván de la habitación, el sencillo pero exquisito restaurante de la esquina, el relajante paseo por una plaza de Sultanahmet vacía, los puestos de mazorcas, las enormes mezquitas iluminadas...

sacamos las primeras fotos junto a los obeliscos de Tutmosis III y Constantino VII, junto a la columna de la Serpiente, restos del desaparecido hipódromo de la magna urbe, espejo en la memoria de la explanada del Circo Máximo, del que tampoco queda nada más que su huella, un apacible valle de 600 metros de longitud por 120 de anchura en el que los actuales romanos pasean a sus mascotas...

Estambul, Bizancio, Constantinopla, la nueva Roma...

el desayuno en la terraza del hotel rodeados de minaretes, unas gotas, dos paraguas transparentes, la dispersión inmediata de las nubes, hileras de hormigas bajo el sol de un postergado verano para ver el sagrado cielo de Santa Sofía (basílica cristiana, iglesia ortodoxa, mezquita, museo), para bajar a las luciferinas tripas de la Cisterna Basílica, pasado presente desde el 532 después de Cristo...

en el discreto museo de los mosaicos, la llave maestra: el Museum Pass que da acceso durante quince días a todas las maravillas de Turquía... visitamos el concurrido legado del Imperio otomano: los mausoleos, la mezquita Azul, la de Solimán, el Gran Bazar... azulejos, atauriques, tugras, versos del Corán... en el recinto del palacio Topkapi, invadido de turistas como nosotros, encontramos refugio...

La plácida carcasa de la iglesia de Santa Irene, la primera zona de culto de Constantinopla, nos recibe... sus muros, ahora desnudos después de quince siglos, desprovistos de cualquier maquillaje y liturgia, se elevan tan imponentes como reservados... el tiempo suspendido en cada piedra y el aleteo calmado de las palomas resonando en cada pared...

bajar la vista, viajar en el tiempo...

salgo del Panteón sobrepasado para encontrarme con el trampantojo de la bóveda de la iglesia de San Ignacio... un beso en la Fontana di Trevi, una discusión ante el Altar de la Patria, una deliciosa pizza napolitana junto al hotel: 4 spicchi di Margherita con pomodoro San Marzano DOP, Crovarese, Lucariello e pomodoro Pachino, olio evo... un cremoso helado en Fonte della Salute...

Al día siguiente, un rodeo nos lleva por la vía dei Genovesi y el puente Palatino hasta el discreto templo de Hércules Víctor, con más de 2000 años de antigüedad... juntamos las manos en la Bocca della Verità, cruzamos el Circo Máximo por primera vez y recorremos las ciclópeas termas de Caracalla, hogar de un pasado mitológico plagado de gigantes monstruosos...

Corremos para coger el autobús, que acelera aún más para atravesar la angosta vía Appia, cuyas primeras piedras datan del 324 a.C. durante las guerras samnitas... almorzamos en el elegante restaurante L'Archeologia antes de volver a descender dieciocho siglos en las laberínticas catacumbas de San Calixto... hundirse en la Historia hasta la literalidad...

el autocar de vuelta nos transporta 1600 kilómetros hasta Çanakkale...

En el regazo de unos asientos amplios y cómodos las tres horas de carretera desde Estambul se han hecho breves... nos alojamos en el histórico Hotel Des Etrangers, construcción del siglo XIV que fue el aposento de Schliemann en 1868... doce años atrás, al otro lado del Egeo, dormimos en la misma habitación que lo acogió durante su excavación en Micenas... La Belle Hélène de Ménélas...

compramos helados, paseamos por el puerto, cenamos mirando el mar... nos acostamos con el martilleo atronador de los pubs circundantes y nos desvelamos con el ensordecedor lamento de la oración del fajr... un taxi sin cinturones ni frenos vuela hasta Troya, y bajo un sol incendiario recorremos la ciudad que todos creían una leyenda, escrita por un aedo ciego que pudo no haber existido nunca...

mi móvil cae en el suelo y la cámara se convierte en Homero... compro dos caballos en miniatura en el distópico edificio del museo arqueológico, preparado para un apocalipsis nuclear... un dolmus nos devuelve a Çanakkale, en un viaje tan bucólico como agradable... flotamos en la calma de una profunda felicidad... al día siguiente, subimos de nuevo a un autocar con destino a Izmir...

el trayecto termina seis meses en el pasado frente a la Torre della Molleta...

Desde la parada caminamos hasta que el símbolo de Roma hace acto de presencia como una estasis de tiempo en una hemorragia de cuerpos... el apabullante bullicio de la plaza del Coliseo nos desvía por calles aledañas desiertas hacia el monte Palatino, donde el torrente de rostros nos vuelve a engullir ante el corazón de la ciudad eterna... veintiocho siglos de Historia petrificados en el Foro Romano...

De noche, la aglomeración de locales y visitantes colapsa las calles del barrio de Trastevere... una pizza fría en una panadería y un sabroso tiramisú despiden el sábado... la mañana del domingo, T. madruga para curiosear el mercadillo de Porta Portese, abierto desde el final de la Segunda Guerra Mundial, donde se enamora de un álbum de postales en blanco y negro... yo, mientras, remoloneo entre las śabanas...

nos cuesta, pero encontramos un bar con bocadillos sin clientela junto a la discreta y plácida iglesia de Santa Maria della Consolazione... subimos por la vía Monte Tarpeo hasta un mirador desde donde disfrutamos, ahora sí, sin gente, de la vista del Foro Romano... nos besamos frente al templo de Saturno, del 498 a.C., y seguimos hasta la plaza del Campidoglio, obra del genio de Miguel Ángel...

desde la cima del monte Capitolino regresamos a la Acrópolis de Pérgamo...

avanzamos y retrocedemos... nueve años atrás, sentados en las escalinata del altar de Zeus en el Pergamonmuseum de Berlín, no pensábamos en levantarnos entre las ruinas del expolio... le hemos dicho al simpático taxista, que nos ha llevado a un delicioso local de kebabs, que no nos espere... hay demasiado que ver, y no queremos que la prisa nos acucie...

la pareja de una influencer agota la memoria de su móvil haciéndole fotos en cada piedra, en cada muro... sin ningún cuidado, se suben y pisan los vestigios de la cuna de la civilización occidental... a las dos horas, sofocados por el calor, pagamos y bajamos con el teleférico... en el descenso sólo vemos matojos y hierbas a través de unas lunas rayadas y sucias...

al borde de la insolación tras media hora más de camino, llegamos a la entrada del Asclepeion, uno de los santuarios curativos más famosos de su época, donde inició sus estudios de medicina el mismísimo Galeno... fue fundado en el siglo IV a.C. a imagen del de Epidauro, en el Peloponeso... una ligera brisa enfría el sudor en nuestra ropa, nos encontramos en paz... 

es difícil que podamos olvidar este viaje...

En Éfeso la tranquilidad termina... desde la entrada del Odeón y, hasta donde alcanza la vista, sólo hay columnas, turistas y sol... peregrinamos un siglo entero, desde el monumento a Memio y la plaza de Domiciano (s.I) hasta hasta la fuente de Trajano y el templo de Adriano (s.II), atravesando la puerta de Hércules... al final nos espera la magnífica fachada de la biblioteca de Celso...

bajo la sombra de los inmensos pinos del ágora, el viento vuelve a refrescar nuestro cansancio, a traernos la apreciada calma... ¿cuánto no hemos visto ya?... hemos accedido al recinto de las casas de la colina, donde los estudiantes de arqueología reconstruían los mosaicos... una estatua de la diosa es testimonio del desaparecido templo de Artemisa, una de las siete maravillas de la Antigüedad...

en el teatro, el más grande de la era clásica con un aforo para 24000 personas, un avión sobrevuela nuestras a cabezas... volvemos con un dolmus a Selçuk, donde comemos lahmacun, buscamos la basílica de San Juan y nos quedamos a las puertas de la fortaleza de Ayasuluk... en el pequeño museo de la ciudad, las estatuas de la diosa de la caza y la fertilidad se multiplican como sus pechos...

el móvil enfoca y desenfoca la imagen hasta que se oye el disparador...

la Artemisa efesina de la sala de las Águilas queda grabada en la tarjeta interna del teléfono... la colección de los Museos Capitolinos enmudece a cualquiera: el Coloso desmembrado de Constantino, la penetrante mirada de Junio Bruto, la angustia en el rostro de la medusa de Bernini, un grotesca máscara de teatro, la grácil pose de la Venus Esquilina, un ganso...

el caballo y el toro de bronce desenterrados en Vicolo delle Palme son la antesala de la luminosa exedra de Marco Aurelio, donde la celebérrima loba amamanta a Rómulo y Remo mientras el Espinario revisa su planta del pie... en otra estancia, Marsias sigue atado a un árbol tras desafiar a Apolo y Hércules combate desnudo y sin brazos... un perro verde sin orejas los contempla...

después de la pinacoteca, subimos a la terraza de la cafetería, donde la luminosa panorámica de las cúpulas de Roma nos cautiva sin resistirnos... en el patio del Palazzo Nuovo, las enormes manos de El Marforio confirman que estamos dentro de La grande bellezza... las cabezas cortadas de la sala de los filósofos, el guerrero caído, el beso de Cupido y Psique...

Todo lo que habíamos leído se ha materializado, por fin, ante nuestros ojos...

en dirección a Termini, en la vía Magnanapoli, un joven africano me tima igual que seis meses después, en el puente de Gálata sobre el estuario del Cuerno de Oro, un limpiabotas turco me engañará dejando caer un cepillo... el paraíso en la Tierra, la felicidad del engaño... con la ilusión de continuidad, fascinados por esta lectura que no cesa, volvemos a casa... otra página escrita...

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