En clase de epistemología, en la universidad, veinte años atrás: si cambiases tu cerebro por partes mecánicas, una a una, poco a poco, hasta que sólo fuera una máquina sin componentes orgánicos, ¿seguirías siendo tú?... ¿seguiría ahí tu conciencia?... ¿en algún momento dejarías de ser tú?...
Ahora hay cables por todas partes, incontables, enredándose, enroscados en las sinapsis, interfiriendo en el presente... cables grises, amarillos, blancos, azules, gruesos, finos, demasiado largos, demasiado cortos, retorcidos, con nudos, de goma, de plástico, de tela, lisos, trenzados, pelados, polvorientos, precintados, incluso en bolsa, con números ilegibles, con letras incomprensibles...
Una maraña que no deja de crecer durante toda la vida entre las sienes, en forma de migraña, confusión, recuerdos... guardados de modo inconsciente, automático, acaso acumulados con el fuerte anhelo de no perder ninguna de las conexiones que establecemos, o conservados por el miedo a deshacerse de aquello que algún día puedas llegar a necesitar sin ni siquiera saber si alguna vez fue útil...
Hay un miedo interiorizado al cambio... seguir siendo uno mismo como fidelidad a la autenticidad... la verdad como una esencia inmutable, mientras a nuestro alrededor todo cambia... la mutabilidad como base de la existencia... en la mansa quietud de nuestro cuerpo yacente en el sofá, el corazón latiendo, la sangre fluyendo, las células multiplicándose,...
La verdad se interpreta así como algo fuera o por encima de todo lo que conocemos, un primer motor... llegamos hasta la divinidad a través de una parábola que deshumaniza, que robotiza el verbo hecho carne... demasiado pobre de conocimientos biológicos, cada día más precario en cualquier ámbito del saber académico, me pregunto si mi yo de hace dos décadas me reconocería por la calle...
con barba, sin melena, con barriga, sin botas, más cansado, menos feliz, más desilusionado, menos ingenuo... con una hipoteca y unos gustos musicales que odiaría, con una librería y un pasaporte que envidiaría... sin ganas de hablar de política un solo segundo, ni ínfulas con las que sacar pecho... la cabeza más gacha, atestada de líneas de código, de casos de prueba...
me pregunto si la novela que no puedo terminar le gustaría, si me repudiaría por no ser capaz de avanzar, por considerarla aburrida... sin la imaginación en constante ebullición de antaño, con más libros pero menos lecturas, sin el diccionario de polisílabos en ristre, pero con un manojo de disculpas y quejas siempre preparado... más humilde, más cobarde, menos valiente, menos soberbio...
desorientado, sin vistas a futuro, con miradas al pasado, en un presente que cada vez demanda más, cansa más... fichando cada día en la oficina y en las redes... ¿cuánto tiempo perdido?... Diógenes digital sin la arrebatada sonrisa de la juventud arrebatada, con tal vez más dinero pero menos efectivo, respirando demasiadas veces por inercia, pero seguramente más amable, menos cruel...
asirse a esa nebulosa de cobre hasta ahogarse a veces, con la borrosa esperanza de poder ensamblarlos a nuestra imagen y semejanza, replicar el sistema nervioso que da sentido a nuestras emociones... lo que fuimos, lo que somos, lo que seremos... señales que ya no se lanzan, sin origen ni destino, más preocupados de los cables que de los impulsos,...
¿Y yo, lo reconocería, se ajustaría al retrato que tengo de él?... ¿es la memoria lo suficiente nítida, lo bastante fiable?... ¿o nos cruzaríamos como dos androides con versiones incompatibles del mismo programa?... me gustaría hablar con él, aconsejarle, regañarle, darle el próximo número de Navidad... desearía que me abrazara, me gritara, me animara, me regalase alguna idea insolente...
el problema nunca fue el cambio... siempre habrá cables sueltos provocando interferencias... el logro es poder deshacerse de ellos con la misma serenidad con la que aceptamos que la mente seguirá repleta de ellos... hay que conectar, desconectar, reconectar...
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