Los gritos

Fotografía de la orden de silencio pintada en las paredes de una barraca del campo de concentración Auschwitz-Birkenau

Una noche, ¿sabes?, una muchacha de nuestra barraca empezó a dar gritos terribles mientras dormía; unos minutos después, todos estábamos gritando sin saber por qué. ¿Por qué?

Pienso que ese sonido lastimoso que, en ocasiones —sólo Dios sabe cómo— cruza los aires como un pájaro sin cuerpo, es una expresión reconcentrada del último vestigio de la dignidiad humana.

Es la forma, tal vez única, que tiene un hombre de dejar una huella, de decir a los demás cómo vivió y murió. Con sus gritos hace valer su derecho a la vida, envía un mensaje al mundo exterior pidiendo ayuda y exigiendo resistencia. Si ya no queda nada, uno debe gritar.


El silencio es el verdadero crimen de lesa humanidad. Y Ruth, «la que nos hace reír» (porque ella siempre dice algo que nos hace reír), dice que cuando gritamos tenemos que decir «gol». Que da lo mismo y nos cuesta nada, y reírse un poquito del dolor hace al dolor un poco más pequeño. «Gooolll». Así.

Cuando era pequeña, Isaac, me preguntaba dónde iban los sueños. Tú sueñas, y el sueño es como el agua. ¿Dónde va toda esa agua? ¿A los mares? Y luego, ¿serán nubes? Los sueños, entonces, regresan con las lluvias.


¿Y los gritos? Hoy me pregunto, los gritos, ¿dónde van? No pueden, no deben perderse. No es posible que se pierdan, no pueden deshacerse en la nada, no pueden morir en nada, morir para nada, para algo se han creado, para algo se han gritado, Isaac, el grito no muere, no puede morir. No muere. Nosotros sí que morimos, cada amanecer, en cada selección de Grete, en cada tren que llega. Pero nuestros gritos no, el grito no.

Quiera Dios que nuestros gritos se escondan bajo las almohadas de los que no saben, de los que saben y callan, de los que no quieren saber.


A las cuatro y media de la tarde se escucharon dos disparos. Y de inmediato, un fuego majestuoso estalló sobre las cámaras de gas.

Dos de los SS que conducían las excavadoras yacen muertos. Tomamos sus fusiles. Los ucranianos se desconciertan, levantan las manos. Entonces nos lanzamos hacia las alambradas, gritando.


Gritando, simplemente gritando, modulando gritos, gritos, Isaac, sólo gritos que rajan el aire, gritos que estallan en nuestras gargantas, liberando antes que nada, antes que nadie, el grito prohibido, reprimido, incinerado. El grito puro, el grito sin consonantes, ancestral, eterno.

Tan eterno como el silencio de los dioses, Isaac, el grito de los hombres.

Fotografía de la entrada del campo de concentración nazi de Auschwitz y las vías ferroviarias que conducían a él

Las cartas que no llegaron

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