Caminamos
Quedamos a la salida de mi trabajo, compramos unos zumos en el supermercado, vamos hasta la playa, nos sentamos en la arena, sacamos los bocadillos, comemos frente al mar…
Hablamos, todo lo que pasa, todo lo que queda, el aire sopla en una brisa, mis pies descalzos, la arena fría, y una calma que nos protege de esos enormes, horribles rascacielos a nuestras espaldas…
Acabamos, depositamos los envoltorios y la bolsa en un cubo gris, atravesamos la playa, subimos una rampa, pisamos asfalto, seguimos viendo el mar, bajamos de nuevo hasta que nuestros zapatos se hunden en la arena…
Nos contamos, relatamos, qué ha pasado en tanto tiempo o no tanto, aunque siempre acaba siéndolo, sin resumen, sin límites, en un océano difuso de palabras en el que nadamos y paseamos, en la tierra y en la piedra y el cemento y la saliva…
A paso lento, las bocas se mueven parsimoniosamente, sin prisa, nos volvemos a detener frente a un chiringuito, él invita a unos helados, los disfrutamos mientras seguimos avanzando o alejándonos…
Subimos, enderezamos por un amplio carril de bicicletas, vemos un campo de fútbol completamente dejado, un puente, una ligera cuesta, un parque verde con esculturas de quillas oxidadas…
Me pregunta cómo va mi espalda, le contesto que las pruebas salieron bien pero que no debería haber comprado libros hoy, la maleta pesa cada vez más, como una culpa infinita, que él se ofrece a cambiar por la suya, y no nos detenemos…
Empieza el paseo marítimo, extranjeros bebiendo cerveza, fumando en mitad de una fiesta con música estridente, camisetas de un mismo color para el partido, rojo sangre, y los recuerdos que se moldean y se guardan en medio de este carnaval…
Nos sentamos en un pretil de piedra lejos de la zona, descansamos, y un guía con dos turistas en una ruta en segway se detiene frente a nosotros, señalándoles la coraza metálica en forma de pez que tenemos delante, descomunal, hueca…
Cuenta algo acerca de los Juegos Olímpicos y el descubrimiento de América, seguramente inventado, y una anécdota sobre las dos torres que custodian el pescado, sin duda necesitadas de un avión, abominables, imbonitas...
Luego se van, sin notar el suelo, y nosotros comenzamos a charlar de nuevo, del futuro, de la imposibilidad de planificar, y él se preocupa por su hermana y yo le escucho, y seguimos comentando qué hacemos y hacia dónde nos dirigimos, sin respuesta…
Nos volvemos a poner sobre nuestros talones, vemos al rato unos edificios viejos que nos suenan de algo, acabamos llegando hasta un hotel en forma de vela que se come la costa, refulgente como el cuchillo de un matarife, nos desorientamos…
Volvemos sobre nuestros pasos, nos dirigimos hacia el interior, subimos el paseo, reconocemos de nuevo las casas de antes, nos reubicamos, él saca fotografías de las barcas, dejamos a un lado la parada del metro, reseguimos el litoral un poco más…
Decimos adiós al agua y enfilamos el ruidoso río de la calle hasta el museo de historia, en uno de cuyos afluentes nos perdemos, y entramos en una tetería minúscula donde las camareras son guapas y estúpidas; el chocolate, aguado; los churros, congelados; los pasteles, asquerosos; las infusiones, insípidas…
No volveremos, pero tampoco será lo que recordemos, decimos, y nos metemos en la boca del metro sin prisa, descendemos las escaleras, esperamos, vamos de pie en el vagón durante veinte minutos hasta el final de la línea, y él inevitablemente cambiará de tren…
Nos despedimos, satisfechos, ha sido tan agradable, cada paso una palabra, sobre tantas cosas y nada, las puertas se cierran, se aleja, se va, desaparece, pero seguimos, por separado pero seguimos, nuestro paseo no se detiene…
la senda se abre, no se cierra…
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