El insulto perpetuo

Entonces su teatro volvió a funcionar, y ante nuestros ojos discurrieron nación tras nación, durante dos o tres siglos: grandioso desfile, infinito desfile; haciendo estragos, luchando, revolcándose en mares de sangre, ahogándose en el humo de las batallas, a través del cual las banderas destellaban y se precipitaban las rojas llamaradas de los cañones. Y siempre oíamos el estrépito de las armas y los gritos de los que morían.

–¿Y todo esto para qué? –preguntó Satán con esa risa entre dientes suya, tan cruel– Para nada. No ganáis nada. Siempre acabáis donde habíais empezado. Durante un millón de años la raza se ha propagado monótonamente, representando una y otra vez su aburrido disparate. ¿Con qué fin? ¡No hay quien lo sepa! ¿Quién se beneficia de eso? Nadie, excepto un grupo de reyezuelos y nobles que os desprecian; que se sentirían profanados si los tocaseis; que os darían con la puerta en las narices si osarais llamar a ella; por quienes os esclavizáis, lucháis, morís, y no sólo no sentís vergüenza de ello, sino que os enorgullecéis; cuya existencia es un insulto perpetuo para vosotros, del que os da miedo quejaros; que son mendigos financiados por vuestras limosnas, aunque ante vosotros se den aires de benefactores frente al pordiosero; que se dirigen a vosotros en el lenguaje que el amo usa con su esclavo, y reciben respuesta en el lenguaje que el esclavo emplea con su amo; a los que rendís culto con la boca, mientras que en el fondo de vuestros corazones –si los tenéis– os despreciáis por ello.

Mark Twain
Traducción de Susana Carral