Casas vacías

Los Papalagi viven como los crustáceos, en sus casas de hormigón. Viven entre las piedras, del mismo modo que un ciempiés; viven dentro de las grietas de la lava. Hay piedras sobre él, alrededor de él y bajo él. Su cabaña parece una canasta de piedra.
Los Papalagi

Yo había estado en aquella casa cientos de veces, cientos de veces en aquella casa y en otras cien como ésa. Pero aquélla fue la primera vez que vi lo que eran todas en realidad. Ni hogares, ni habitaciones humanas, ni nada. Sólo paredes de pino que encerraban el vacío. Sin cuadros, sin libros, sin nada que pudiera mirarse o sobre lo que reflexionar. Sólo el vacío que me estaba calando en aquel lugar.
      De pronto dejó de existir en aquel punto concreto y se aposentó en todas partes, en todos los lugares como aquél. Y, súbitamente, el vacío se llenó de sonidos y volúmenes, de todos los sucesos implacables que los individuos habían conjurado en el vacío. Niñas indefensas que gritaban cuando sus propios padres se metían en la cama con ellas. Hombres que maltrataban a sus mujeres, mujeres que suplicaban piedad. Niños que meaban en la cama de miedo y angustia, y madres que los castigaban dándoles de comer pimienta roja. Caras ojerosas, pálidas a causa de los parásitos intestinales, manchadas a causa del escorbuto. El hambre, la insatisfacción continua, las deudas que traen siempre los plazos. El cómo-comeremos, el cómo-dormiremos, el cómo-nos-taparemos-el-roñoso-culo. El tipo de ideas que persiguen y acosan cuando no se tiene más que eso y cuando se está mejor muerto. Porque es el vacío el que piensa, y uno se encuentra ya muerto interiormente; y lo único que se hace es propagar el hedor y el hastío, las lágrimas, los gemidos, la tortura, el hambre, la vergüenza de la propia mortalidad. El propio vacío.

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—Una tarde yo estaba aquí —dijo Iran—, mirando, naturalmente, la televisión, y apagué el sonido por un instante. Y entonces oí los ruidos de la casa, de este edificio, y escuché los…
—Los apartamentos vacíos —completó Rick; a veces también él escuchaba cuando debía suponer que dormía.
—En ese momento —continuó Iran—, mientras el sonido del televisor estaba apagado, yo estaba en el ánimo 382; acababa de marcarlo. Por eso, aunque percibí intelectualmente la soledad, no la sentí. La primera actitud fue de gratitud por poder disponer de un órgno de ánimos Penfield; pero luego comprendí qué poco sano era sentir la ausencia de la vida, no sólo en esta casa sino en todas partes, y no reaccionar… ¿Comprender? Supongo que no. Pero antes de eso era una señal de enfermedad mental. Lo llamaban “ausencia de respuesta afectiva adecuada”. Entonces, dejé apagado el sonido del televisor y empecé a experimentar con el órgano de ánimos. Y por fin logré encontrar un modo de marcar la desesperación —su carita oscura y alegre mostraba satisfacción, como si hubiese conseguido algo de valor—. La he incluido dos veces por mes en mi programa. Me parece razonable dedicar ese tiempo a sentir desesperanza de todo, de quedarse aquí, en la Tierra, cuando toda la gente lista se ha marchado, ¿no crees?